Promovemos y facilitamos la integración orgánica de todas las iglesias Wesleyanas de iberoamérica, desarrollando los ministerios, manteniendo la comunicación; estableciendo una estructura regional simple.
Desde el año 2006, los líderes de la Iglesia Wesleyana de América Latina, España y África han trabajado juntos como la Confraternidad Iberoamericana de la Iglesia Wesleyana (CRI) se han reunido con el fin de llevar a cabo acuerdos de cooperación y de compartir proyectos y experiencias. De esas reuniones despertó la idea de formar un cuerpo permanente para una gobernanza central capaz de articular y hacer posibles los planes y las políticas destinadas a las personas Iberoamericanas y que llevan adelante las misiones.
De estas reuniones para atender los motivos e intenciones para conformar la Conferencia Regional Iberoamericana se celebró en la en la ciudad de Panamá, el 18 de febrero al 20 de febrero de 2014 la primera. En esta reunión, catorce (14) países estuvieron representados en asamblea.
Creemos en el único Dios vivo y verdadero, santo y amoroso, eterno, ilimitado en poder, sabiduría y bondad, el Creador y Preservador de todas las cosas. Dentro de esta unidad hay tres personas de una misma naturaleza y esencia, poder y eternidad—el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Ge. 1:1; 17:1; Ex. 3:13-15; 33:20; Dt. 6:4; Sal. 90:2; Is. 40:28-29; Mt. 3:16-17; 28:19; Jn. 1:1-2; 4:24; 16:13; 17:3; Hch. 5:3-4; 17:24-25; 1 Co. 8:4, 6; Ef. 2:18; Fil. 2:6; Col. 1:16-17; 1 Ti. 1:17; He. 1:8; 1 Jn. 5:20
Creemos que el Padre es la fuente de todo lo que existe, sea materia o espíritu. Con el Hijo y el Espíritu Santo, Él hizo al hombre, varón y hembra, a su imagen. Por intención, Él se relaciona con las personas como Padre, declarando así para siempre su buena voluntad hacia ellas. En amor, Él busca y recibe a los pecadores penitentes.
Sal. 68:5; Is. 64:8; Mt. 7:11; Jn. 3:17; Ro. 8:15; 1 P. 1:17.
Creemos en Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios. Fue concebido por el Espíritu Santo y nacido de la virgen María, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre. Murió en la cruz y fue enterrado, para ser un sacrificio por el pecado original y por todas las transgresiones humanas, y para reconciliarnos con Dios. Cristo resucitó de los muertos en su cuerpo, y ascendió al cielo, y allí intercede por nosotros a la diestra del Padre hasta que vuelva para juzgar a toda la humanidad en el día final.
Sal.16:8-10; Mt. 1:21, 23; 11:27; 16:28; 27:62-66; 28:5-9, 16-17; Mr. 10:45; 15; 16:6-7; Lc. 1:27, 31, 35; 24:4-8, 23; Jn. 1:1, 14, 18; 3:16-17; 20:26-29; 21; Hch. 1:2-3; 2:24-31; 4:12; 10:40; Ro. 5:10, 18; 8:34; 14:9; 1Co. 15:3-8, 14; 2Co. 5:18-19; Gá. 1:4; 2:20; 4:4-5; Ef. 5:2; 1Ti. 1:15; He. 2:17; 7:27; 9:14, 28; 10:12; 13:20; 1P. 2:24; 1Jn. 2:2; 4:14.
Creemos en el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, es de la misma naturaleza esencial, majestad y gloria, como el Padre y el Hijo, verdadera y eternamente Dios. Él es el administrador de la gracia a toda la humanidad, y es particularmente el agente eficaz en la convicción por el pecado, en la regeneración, en la santificación y en la glorificación. Él está en la vida perpetuamente presente, asegurando, conservando, guiando y capacitando al creyente.
Job 33:4; Mt. 28:19; Jn. 4:24; 14:16-17; 15:26; 16:13-15; Hch. 5:3-4; Ro. 8:9; 2 Co. 3:17; Gá. 4:6.
Creemos que los libros del Antiguo y Nuevo Testamento constituyen las Sagradas Escrituras. Son la inspirada e infaliblemente escrita Palabra de Dios, totalmente inerrable en sus manuscritos originales y superior a toda autoridad humana, y se han transmitido al presente sin corrupción de cualquier doctrina esencial. Creemos que contienen todo lo necesario para la salvación; de manera que cualquier cosa que no se lea en ella, ni pueda demostrarse por ella, no será requerida de ningún hombre o mujer para que se crea como artículo de fe, o se piense requerido o necesario para la salvación. En ambos, el Antiguo y el Nuevo Testamento, se ofrece la vida a la humanidad finalmente por medio de Cristo que es el único mediador entre Dios y la humanidad. El Nuevo Testamento enseña a los cristianos a cumplir los principios morales del Antiguo Testamento, requiriendo la obediencia amorosa a Dios hecha posible por la presencia residente de su Espíritu Santo.
Los libros canónicos del Antiguo Testamento son: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, 1 Samuel, 2 Samuel, 1 Reyes, 2 Reyes, 1 Crónicas, 2 Crónicas, Esdras, Nehemías, Ester, Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares de Salomón, Isaías, Jeremías, Lamentaciones, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías y Malaquías.
Los libros canónicos del Nuevo Testamento son: Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Hechos, Romanos, 1 Corintios, 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1 Tesalonicenses, 2 Tesalonicenses, 1Timoteo, 2 Timoteo, Tito, Filemón, Hebreos, Santiago, 1 Pedro, 2 Pedro, 1 Juan,2 Juan, 3 Juan, Judas y Apocalipsis.
Sal. 19:7; Mt. 5:17-19; 22:37-40; Lc. 24:27, 44; Jn.1:45; 5:46; 17:17; Hch. 17:2, 11; Ro. 1:2; 15:4, 8;16:26; 2 Co. 1:20; Gá. 1:8; Ef. 2:15-16; 1 Ti. 2:5; 2Ti. 3:15-17; He. 4:12; 10:1; 11:39; Stg. 1:21; 1 P.1:23; 2 P. 1:19-21; 1 Jn. 2:3-7; Ap. 22:18-19.
Creemos que los dos grandes mandamientos que nos requieren que amemos al Señor nuestro Dios con todo el corazón, y a nuestro prójimo como a nosotros mismo, resumen la ley divina como se revela en las Escrituras. Ellos son la medida y norma perfecta del deber humano, tanto para ordenar como dirigir las familias y las naciones, y todos los otros cuerpos sociales, y para los actos individuales, por los que se nos exige que reconozcamos a Dios como nuestro único Gobernante Supremo, y todas las personas como creados por Él, iguales en todos los derechos naturales. Por consiguiente, todas las personas deben ordenar sus actos
individuales, sociales y políticos, para dar a Dios la obediencia plena y absoluta, y para asegurar a todos los hombres el goce de cada derecho natural, así como promover la realización de cada uno en la posesión y ejercicio de dichos derechos.
Lv. 19:18, 34; Dt. 1:16-17; Job 31:13-14; Jer. 21:12; 22:3; Mi. 6:8; Mt. 5:44-48; 7:12; Mr. 12:28-31; Lc. 6:27-29, 35; Jn. 13:34-35; Hch. 10:34-35; 17:26; Ro.12:9; 13:1, 7-8, 10; Gá. 5:14; 6:10; Tit. 3:1; Stg. 2:8; 1 P. 2:17; 1 Jn. 2:5; 4:12-13; 2 Jn. 6.
Creemos que cada persona es creada a la imagen de Dios, que la sexualidad humana refleja esa imagen por lo que se refiere al amor íntimo, la comunicación, el compañerismo, la subordinación del ego al todo más grande, y la realización. La Palabra de Dios hace uso de la relación matrimonial como la metáfora suprema para la relación con su pueblo de pacto y para revelar la verdad que esa relación es de un Dios con un pueblo. Por consiguiente, el plan de Dios para la sexualidad humana es que sólo será expresado en una relación monógama de toda la vida entre un hombre y una mujer dentro del marco del matrimonio. Ésta es la única relación que está divinamente diseñada para el nacimiento y la crianza de niños y es una unión de pacto hecha ante Dios, tomando prioridad sobre toda otra relación humana.
Ge. 1:27-28; 2:18, 20, 23, 24; Is. 54:4-8; 62:5b; Jer. 3:14; Ez. 16:3ff.; Os. 2; Mal. 2:14; Mt. 19:4-6; Mr. 10:9; Jn. 2:1-2, 11; 1 Ti. 5:14; 1 Co. 9:5; Ef. 5:23-32; He. 13:4; Ap. 19:7-8.
Creemos que la creación de la humanidad a la imagen de Dios incluyó la capacidad de escoger entre el bien y el mal. Así los individuos fueron hechos moralmente responsables de su escogimiento. Pero desde la caída de Adán, las personas son incapaces en su propia fuerza de hacer el bien. Esto es debido al pecado original que no es simplemente seguir el ejemplo de Adán sino la corrupción de la naturaleza de cada mortal, y se reproduce naturalmente en los descendientes de Adán. Debido a ello, los humanos están muy lejos de la rectitud original, y de su propia naturaleza se inclinan continuamente al mal. Incluso no pueden por sí mismos ni clamar a Dios ni ejercer fe para la salvación. Pero por medio de Jesucristo la gracia preveniente de Dios hace posible lo que los humanos en sí mismos no pueden hacer. Se da libremente a todos, dando potestad a todos para que se arrepientan y sean salvos.
Ge. 6:5; 8:21; Dt. 30:19; Jos. 24:15; 1 R. 20:40; Sal. 51:5; Is. 64:6; Jer. 17:9; Mr. 7:21-23; Lc. 16:15; Jn. 7:17; Ro. 3:10-12; 5:12-21; 1 Co. 15:22; Ef. 2:1-3; 1Ti. 2:5; Tit. 3:5; He. 11:6; Ap.22:17.
Creemos que, por la desobediencia de Adán y Eva, el pecado entró en el mundo y toda la creación sufrió sus consecuencias. Los efectos del pecado incluyen la ruptura de la relación entre Dios y la humanidad, el deterioro del orden natural de la creación y la explotación de personas por sistemas sociales malvados o equivocados. Toda la creación clama por la redención. Cada persona nace con una propensión al pecado, que se manifiesta en una orientación desordenada hacia uno mismo y la independencia de Dios, lo que lleva a actos deliberados de injusticia. Los efectos residuales de la desobediencia de Adán y Eva incluyen una naturaleza humana estropeada de la cual surgen deficiencias involuntarias, faltas, debilidades y juicios imperfectos, que no deben considerarse como un pecado voluntario. Sin embargo, como manifestaciones de la naturaleza caída de la humanidad, estas deficiencias de la santidad de Dios todavía necesitan los méritos de la expiación, la obra santificadora del Espíritu Santo y el dominio propio del creyente. El pecado intencional resulta cuando una persona moralmente responsable elige violar una ley conocida de Dios, usando la libertad de elección para agradarse a sí mismo en lugar de obedecer a Dios. Las consecuencias del pecado intencional incluyen la pérdida de la comunión con Dios, un ensimismamiento en los propios intereses en lugar del amor y la preocupación por los demás, una esclavitud a las cosas que distorsionan la imagen divina, una incapacidad persistente para vivir con rectitud y, en última instancia, una miseria eterna y separación de Dios. La obra expiatoria de Cristo es el único remedio para el pecado, ya sea original, voluntario o involuntario.
(El artículo 9 fue aprobado por la Conferencia General de América del Norte de 2016 y sometido a la aprobación de las Conferencias Generales del Caribe y Filipinas posteriores de conformidad con las disposiciones del manual de gobierno).
Creemos que el ofrecimiento de Cristo, de sí mismo, una vez por todas, a través de sus sufrimientos y muerte meritoria en la cruz, provee la redención y expiación perfectas de los pecados del mundo entero, tanto el original como los actuales. No hay ningún otro fundamento para la salvación del pecado que ese sólo. Esta expiación es suficiente para todo individuo de la raza de Adán. Es incondicionalmente eficaz en la salvación de aquéllos mentalmente incompetentes de nacimiento, de las personas convertidas que se han vuelto mentalmente incompetentes, y de los niños menores de la edad de responsabilidad. Pero es eficaz para la salvación de aquéllos que alcanzan la edad de responsabilidad cuando se arrepienten y ejercen fe en Cristo.
Is. 52:13-53:12; Lc. 24:46-47; Jn. 3:16; Hch. 3:18; 4:12; Ro. 3:20, 24-26; 5:8-11, 13, 18-20; 7:7; 8:34; 1Co. 6:11; 15:22; Gá. 2:16; 3:2-3; Ef. 1:7; 2:13, 16; 1Ti. 2:5-6; He. 7:23-27; 9:11-15, 24-28; 10:14; 1Jn. 2:2; 4:10.
Creemos que para que el hombre y la mujer se apropien de lo que la gracia preveniente de Dios ha hecho posible, ellos deben responder voluntariamente en arrepentimiento y fe. La habilidad viene de Dios, pero el acto es del individuo. El arrepentimiento es incitado por el ministerio convencedor del pecado, del Espíritu Santo. Involucra un cambio intencionado de manera de pensar que renuncia al pecado y anhela la rectitud, una tristeza según Dios por el pecado y una confesión de los pecados del pasado, la restitución apropiada por las maldades hechas, y una resolución de reformar la vida. El arrepentimiento es la condición previa para la fe salvadora, y sin este la fe salvadora es imposible. La fe, a su vez, es la única condición de la salvación. Empieza en el acuerdo de la mente y el consentimiento de la voluntad a la verdad del evangelio, pero fluye en una confianza completa por toda la persona en la habilidad salvadora de Jesucristo y un confiar completo de sí mismo en Él como Salvador y Señor. La fe salvadora se expresa en un reconocimiento público de su señorío y una identificación con su iglesia.
Mr. 1:15; Lc. 5:32; 13:3; 24:47; Jn. 3:16; 17:20; 20:31; Hch. 5:31; 10:43; 11:18; 16:31; 20:21; 26:20; Ro. 1:16; 2:4; 10:8-10, 17; Gá. 3:26; Ef. 2:8; 4:4-6; Fil. 3:9; 2 Ts. 2:13; 2 Ti. 2:25;
He. 11:6; 12:2; 1 P. 1:9; 2 P. 3:9.
Creemos que cuando uno se arrepiente de su pecado personal y cree en el Señor Jesucristo, en el mismo momento, esa persona es justificada, regenerada, adoptada en la familia de Dios, y asegurada de su salvación personal a través del testimonio del Espíritu.
Creemos que se nos considera justos ante Dios sólo sobre la base de los méritos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, siendo justificados solamente por la fe, y no sobre la base de nuestras propias obras.
Creemos que la regeneración es aquella obra del Espíritu Santo por la cual el pecador perdonado llega a ser un hijo de Dios. Esta nueva vida se recibe a través de la fe en Jesucristo, y por ella los regenerados son librados del poder del pecado que reina sobre todos los no regenerados, para que amen a Dios y a través de la gracia lo sirvan con la voluntad y el afecto del corazón, recibiendo el Espíritu de Adopción.
Justificación: Hab. 2:4; Hch. 13:38-39; 15:11; 16:31; Ro. 1:17; 3:28; 4:2-5; 5:1-2; Gá. 3:6-14; Ef. 2:8-9; Fil. 3:9; He. 10:38.
Regeneración: Jn. 1:12-13; 3:3, 5-8; 2 Co. 5:17; Gá. 3:26; Ef. 2:5, 10, 19; 4:24; Col. 3:10;
Tit. 3:5; Stg. 1:18; 1 P. 1:3-4; 2 P. 1:4; 1 Jn. 3:1.
Adopción: Ro. 8:15; Gá. 4:5, 7; Ef. 1:5.
Testimonio del Espíritu: Ro. 8:16-17; Gá. 4:6; 1 Jn. 2:3; 3:14, 18-19.
Creemos que, aunque las buenas obras no pueden salvarnos ni de nuestros pecados ni del juicio de Dios, ellas son el fruto de la fe y siguen después de la regeneración. Por consiguiente. son agradables y aceptables a Dios
en Cristo, y por ellas una fe viviente puede ser tan evidentemente conocida como se discierne un árbol por su fruto.
Mt. 5:16: 7:16-20; Jn. 15:8; Ro. 3:20; 4:2, 4, 6; Gá. 2:16; 5:6; Ef. 2:10; Fil. 1:11; Col. 1:10; 1 Ts. 1:3; Tit. 2:14; 3:5; Stg. 2:18, 22; 1 P. 2:9, 12.
Creemos que después de experimentar la regeneración, es posible caer en el pecado, porque en esta vida no hay ni tal altura ni tal fuerza de santidad de la que sea imposible caer. Pero por la gracia de Dios uno que haya caído en el pecado puede, por el verdadero arrepentimiento y la fe, hallar perdón y restauración.
Mal. 3:7; Mt. 18:21-22; Jn. 15:4-6; 1 Ti. 4:1, 16; He.10:35-39; 1 Jn. 1:9; 2:1, 24-25.
Creemos que la santificación es esa obra del Espíritu Santo por la cual un(a) hijo(a) de Dios es separado del pecado hacia Dios mismo y es capacitado para amar a Dios con todo su corazón y caminar irreprensible en todos sus santos mandamientos. La santificación comienza en el momento de la justificación y la regeneración. Desde ese momento hay una santificación gradual o progresiva conforme el creyente camina con Dios y a diario crece en la gracia y en una obediencia más perfecta a Dios. Esto los prepara para la crisis de la santificación entera que es instantáneamente forjada cuando los creyentes se presentan a sí mismos como sacrificios vivos, santos y agradables a Dios, a través de la fe en Jesucristo, siendo efectuada por el bautismo con el Espíritu Santo que limpia el corazón de todo el pecado innato. La crisis de la santificación entera perfecciona al creyente en amor y lo faculta para el servicio eficaz. Es seguida por toda una vida de crecimiento en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. La vida de santidad continúa a través de la fe en la sangre santificadora de Cristo y da evidencias mediante la obediencia amorosa a la voluntad revelada de Dios.
Ge. 17:1; Dt. 30:6; Sal. 130:8; Is. 6:1-6, 35; Ez. 36:25-29; Mt. 5:8, 48; Lc. 1:74-75; 3:16-17; 24:49; Jn. 17:1-26; Hch. 1:4-5, 8; 2:1-4; 15:8-9; 26:18; Ro. 8:3-4; 1 Co. 1:2; 6:11; 2 Co. 7:1; Ef. 4:13, 24; 5:25-27; 1Ts. 3:10, 12-13; 4:3, 7-8; 5:23-24; 2 Ts. 2:13; Tit. 2:11-14; He. 10:14; 12:14; 13:12; Stg. 3:17-18; 4:8; 1 P. 1:2; 2 P. 1:4; 1 Jn. 1:7, 9; 3:8-9; 4:17-18; Jud. 24.
Creemos que el don del Espíritu es el Espíritu Santo mismo, y Él debe ser deseado más que los dones del Espíritu que Él en su sabio consejo reparte a los miembros individuales de la Iglesia para capacitarlos a cumplir propiamente su función como miembros del cuerpo de Cristo. Los dones del Espíritu, aunque no siempre son identificables con las habilidades naturales, funcionan a través de ellas para la edificación de toda la iglesia. Estos dones serán ejercidos en amor bajo la administración del Señor de la iglesia, no a través de la volición humana. El valor relativo de los dones del Espíritu será probado por su utilidad en la iglesia y no por el éxtasis producido en aquéllos que los reciben.
Lc. 11:13; 24:49; Hch. 1:4; 2:38-39; 8:19-20; 10:45; 11:17; Ro. 12:4-8; 1 Co. 12:1-14:40; Ef. 4:7-8, 11-16; He. 2:4; 13:20-21; 1 P. 4:8-11.
Creemos que la iglesia cristiana es el cuerpo entero de creyentes en Jesucristo que es el fundador y sola Cabeza de la iglesia. La iglesia incluye a ambos, los creyentes que se han ido a estar con el Señor y aquéllos que permanecen en la tierra, después de haber renunciado al mundo, la carne y el diablo, y habiéndose dedicado a la tarea que Cristo encomendó a su iglesia hasta que Él venga. La iglesia en la tierra ha de predicar la pura Palabra de Dios, administrar propiamente los sacramentos según las instrucciones de Cristo, y vivir en obediencia a todo lo que Cristo ordena. Una iglesia local es un cuerpo de creyentes formalmente organizado sobre los principios del evangelio, reuniéndose regularmente para los propósitos de evangelización, alimentación, compañerismo y adoración. La Iglesia Wesleyana es una denominación que consiste de esos miembros dentro de las conferencias de distrito y las iglesias locales, que, como miembros del cuerpo de Cristo, mantienen la fe establecida en estos Artículos de Religión y reconocen la autoridad eclesiástica de sus cuerpos gobernantes.
Mt. 16:18; 18:17; Hch. 2:41-47; 9:31; 11:22; 12:5; 14:23; 15:22; 20:28; 1 Co. 1:2; 12:28; 16:1; 2 Co. 1:1; Gá. 1:2; Ef. 1:22-23; 2:19-22; 3:9-10, 21; 5:22-33; Col. 1:18, 24; 1 Ts. 1:1; 2 Ts. 1:1; 1 Ti. 3:15; He. 12:23; Stg. 5:14.
Creemos que el bautismo por agua y la cena del Señor son los sacramentos de la iglesia mandados por Cristo y ordenados como medios de la gracia cuando se reciben mediante la fe. Ellos son muestras de nuestra profesión de fe cristiana y señales del ministerio de la gracia de Dios hacia nosotros. Por ellos, Él obra dentro de nosotros para vivificarnos, fortalecernos y
confirmar nuestra fe.
Creemos que el bautismo por agua es un sacramento de la iglesia, ordenado por nuestro Señor y administrado a los creyentes. Es un símbolo del nuevo pacto de la gracia y significa aceptación de los beneficios de la expiación de Jesucristo. Por medio de este sacramento, los creyentes declaran su fe en Jesucristo como el Salvador.
Mt. 3:13-17; 28:19; Mr. 1:9-11; Jn. 3:5, 22, 26; 4:1-2; Hch. 2:38-39, 41; 8:12-17, 36-38; 9:18; 16:15, 33; 18:8; 19:5; 22:16; Ro. 2:28-29; 4:11; 6:3-4; 1 Co. 12:13; Gá. 3:27-29; Col. 2:11-12; Tit. 3:5.
Creemos que la cena del Señor es un sacramento de nuestra redención por la muerte de Cristo y de nuestra esperanza en su retorno victorioso, así como una señal del amor que los cristianos tienen uno para el otro. Para los que la reciben humildemente, con un espíritu apropiado y por la fe, la cena del Señor es hecha un medio a través del cual Dios comunica gracia al corazón.
Mt. 26:26-28; Mr. 14:22-24; Lc. 22:19-20; Jn. 6:48-58; 1Co. 5:7-8; 10:3-4, 16-17; 11:23-29.
Creemos que la certeza del retorno personal e inminente de Cristo inspira el vivir santo y celo para la evangelización del mundo. A Su retorno Él cumplirá todas las profecías dadas acerca de su triunfo final y completo sobre el mal.
Job 19:25-27; Is. 11:1-12; Zac. 14:1-11; Mt. 24:1-51;25; 26:64; Mr. 13:1-37; Lc. 17:22-37; 21:5-36; Jn.14:1-3; Hch. 1:6-11; 1 Co. 1:7-8; 1 Ts. 1:10; 2:19; 3:13; 4:13-18; 5:1-11, 23; 2 Ts. 1:6-10; 2:1-12; Tit. 2:11-14; He. 9:27-28; Stg. 5:7-8; 2 P. 3:1-14; 1 Jn.
3:2-3; Ap. 1:7; 19:11-16; 22:6-7, 12, 20.
Creemos en la resurrección corporal de los muertos de toda la humanidad—del justo a resurrección de vida, y del inicuo a resurrección de condenación. La resurrección de los muertos justos ocurrirá en la Segunda Venida de Cristo, y la resurrección de los malos ocurrirá un tiempo después. La Resurrección de Cristo es la garantía de la resurrección de aquéllos que están en Él. El cuerpo levantado será un cuerpo espiritual, pero la persona estará entera y será identificable.
Job 19:25-27; Dn. 12:2; Mt. 22:30-32; 28:1-20; Mr. 16:1-8; Lc. 14:14; 24:1-53; Jn. 5:28-29; 11:21-27; 20:1—21:25; Hch. 1:3; Ro. 8:11; 1 Co. 6:14; 15:1-58; 2 Co. 4:14; 5:1-11; 1 Ts. 4:13-17; Ap. 20:4-6, 11-13.
Creemos que las Escrituras revelan a Dios como el juez de toda la humanidad y los hechos de su juicio están basados en su omnisciencia y su justicia eterna. Su administración de juicio culminará en la última reunión de todas las personas ante su trono de gran majestad y poder, donde se examinarán los libros y se administrarán las recompensas y los castigos finales.
Ec. 12:14; Mt. 10:15; 25:31-46; Lc. 11:31-32; Hch. 10:42; 17:31; Ro. 2:16; 14:10-12; 2 Co. 5:10; 2 Ti.4:1; He. 9:27; 2 P. 3:7; Ap. 20:11-13.
Creemos que las Escrituras enseñan claramente que hay una existencia personal consciente después de la muerte. El destino final de cada persona es determinado por la gracia de Dios y la respuesta de esa persona, evidenciado inevitablemente por su carácter moral que es el resultado de sus opciones personales y volitivas y no de cualquier decreto arbitrario de Dios. El cielo con su gloria eterna y la bienaventurada presencia de Cristo es la última morada de aquéllos que escogen la salvación que Dios proporciona a través de Jesucristo, pero el infierno con su miseria y separación eterna de Dios es la última morada de aquéllos que descuidan esta gran salvación.